Los salones lujosos de increíbles palacios son un paisaje cotidiano para un multimillonario como Donald Trump. Pero en los esplendorosos salones de los abrumadores palacios de las monarquías petroleras del Golfo, aunque en su paisaje habitual, el magnate neoyorquino se veía diferente.
El abrazo con Mohamed bin Salmán a pesar del asesinato y descuartizamiento del disidente Jamal Khashoggi en el consulado saudí en Estambul, estaba precedido del apretón de manos que tuvo que dar Joe Biden al hijo del rey Salmán bin Abdulaziz al Saud, a pesar del brutal crimen de ese periodista que residía en Estados Unidos.
Biden inicialmente había denunciado el descuartizamiento de Khashoggi como un crimen inaceptable, procurando que el príncipe de las manos ensangrentadas sea apartado del liderazgo de Arabia Saudita. Pero la realidad le impuso virar su posición. Pero al presidente demócrata le tocó la etapa anti-iraní de Mohamed bin Salmán, mientras que Trump estrechó la mano del príncipe al que China reconcilió con la teocracia chiita persa.
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Las aguas del Oriente Medio están muy revueltas y en ella el joven líder saudita puede llevarse bien con el régimen de los ayatolas y también con el ex jihadista de Al Qaeda que derribó al aliado de Irán en Siria. Lo raro fue ver a un presidente norteamericano estrechar la mano y elogiar al miembro de la organización terrorista que acribilló con aviones las torres gemelas y el Pentágono el 11-S del 2001, y luego combatió desde las trincheras de Osama bin Laden a los norteamericanos en Irak.
Ahmed al Sharaa es hoy el presidente de Siria pero antes fue Abú Muhamad al Julani, su nombre jihadista como comandante del Frente Al Nusra, brazo de Al Qaeda en la guerra civil que acabó derribando a la dinastía Al Assad en Damasco. Por eso resultó fuerte el apretón de manos y sonó rarísimo el elogio de Trump al jihadista que en Irak había jugado al fútbol usando de pelota cabezas de chiitas y de norteamericanos. Como un “joven atractivo con un pasado fuerte, un luchador” describió el presidente norteamericano al líder sirio.

También fueron imágenes extrañas las que mostraban al jefe de la Casa Blanca en el palacio de la dinastía Al Thani, recibiendo un regalo estrafalariamente desmesurado: un jumbo Boeing 747-8 valuado en 400 millones de dólares. Aceptando semejante obsequio, Trump violó la ley que prohíbe a los presidentes norteamericanos recibir obsequios de reyes y de Estados extranjeros. Pero más raro era verlo a los abrazos con Tamim bin Hammad al Thani, el emir de Qatar que lleva años financiando el poderío de Hamás en la Franja de Gaza y dando refugio en lujosos departamentos de rascacielos de Doha a líderes políticos de esa organización terrorista que está en guerra con Israel, por caso Ismail Haniye.
Cuando Riad y Abu Dabi tenían a Teherán como principal enemigo, Doha mantuvo la cercanía con el régimen iraní, lo que le valió un largo bloqueo de sus vecinos árabes. Ahora, el efusivo acercamiento de Trump con Qatar muestra postales que deben desconcertar a Israel y en particular a Benjamín Netanyahu.
Así como terminó mostrando cansancio con los bombardeos de Putin sobre blancos civiles ucranianos que imposibilitaron la tregua que él había impulsado, el presidente norteamericano parece también enojado con los bombardeos de tierra arrasada con que Netanyahu sepultó la tregua impulsada desde Washington.