Los primeros cien días del segundo gobierno de Donald Trump han sido un huracán de reformas vertiginosas y cambios profundos que modifican significativamente la Administración del Estado norteamericano. No han sido muchos los presidentes que cambiaron tantas cosas en el primer tramo de sus gestiones. El antecedente que sobresale en la historia es Franklin Roosevelt, quien modificó totalmente el gobierno de Estados Unidos en los primeros cien días.
Por cierto, aquel presidente demócrata tenía una razón contundente para emprender una reforma de semejante escala: urgía sacar la economía del derrumbe que produjo el “Great Crash” de Wall Street en 1929 y marcó la década del 30 con una depresión económica tan profunda que acercó el capitalismo al colapso.
En cambio el retorno de Trump a la Casa Blanca encontró la economía en crecimiento, la inflación controlada y el desempleo en uno de sus niveles más bajos en décadas.
Nada hacía imprescindible la motosierra de Elon Musk. Mucho menos que los recortes le hicieran perder al Estado miles de trabajadores, profesionales y empleados de sólida preparación y experiencia. También reducciones drásticas a los subsidios a la investigación científica, a la educación pública y a las universidades.
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Trump puso a China en rol de archienemigo al que Estados Unidos de vencer en la guerra económica y tecnológica para conservar su liderazgo hegemónico, pero si el gigante asiático pasó en un par de décadas de inundar el mundo de chucherías y motonetas de baja calidad, a ser una potencia tecnológica que inunda el mundo con productos sofisticados, es porque invirtió en educación pública, grandes universidades y también en investigación científica y desarrollo de alta tecnología.
Alguien en el gabinete debería mostrarle a su jefe la contradicción entre la guerra económico-tecnológica que le declara a China, y el terreno que le regala a la segunda mayor potencia del mundo al desfinanciar el desarrollo científico y tecnológico de los Estados Unidos. Pero nadie le dirá nada porque en estos cien primeros días de segunda gestión presidencial, la mayor diferencia con su gestión anterior es que en aquel gobierno hubo funcionarios probos y razonables que actuaron como contención a las desmesuras de Trump y como buenos asesores, capaces de cuestionar las decisiones del presidente que consideraban desacertadas o imprudentes.
En este segundo mandato, Trump no se rodeó de razonables y experimentados funcionarios, como algunos de los que tuvo en el gobierno anterior, sino de aduladores fanáticos que le dicen que sí a todo. El actual gabinete es mediocre y sus miembros muestran negligencia, improvisación y falta de conocimiento para manejar sus respectivas áreas.
Todos los secretarios y sub-secretarios son fanáticos de Trump. Esa devoción y la mediocridad que los caracteriza los convierte en aduladores, incapaces de corregirlo en sus errores y advertirlo en sus desvaríos y desmesuras. Y algunos resultan estrambóticos, como Robert Kennedy Jr, un secretario de Salud que no cree en las vacunas y consume delirantes teorías conspirativas.
Tampoco el vicepresidente J.D. Vance parece capaz de corregir, advertirle de sus errores y poner límites a sus constantes desmesuras. El vice anterior no le festejaba las matonerías y los derrapes de Trump, además de desobedecer la orden de no dar la certificación legislativa al triunfo electoral de Biden. Con Vance, el golpe de Estado se concretaría si como presidente del Senado recibe la misma orden que recibió Mike Pence desde el Despacho Oval, aquel 6 de enero que desembocó en la violenta y multitudinaria asonada de militantes trumpistas que dejó casi una decena de muertos en el Capitolio.
Esa falta de límites, asesoramientos y consejos con sentido común también se nota claramente en la política exterior del magnate neoyorquino. Por eso este gobierno está desconcertando al mundo y particularmente a los históricos aliados de Estados, con una geopolítica basada en el rompimiento de las alianzas que generaron democracias sólidas, militarmente seguras y económicamente desarrolladas en el norte occidental. También desconciertan sus intentos de alinear a Washington con Moscú, sus ayudas a un despótico criminal belicista como Vladimir Putin. Y parece consecuencia del mal cálculo y la improvisación, su decisión de destruir el sistema mundial de libre comercio con eje en Estados Unidos que duró ochenta años y el jefe de la Casa Blanca sepultó bajo los cimientos de su muro arancelario.