Cuando se trata de su calidad literaria, casi no hay fisuras en la consideración de su genialidad. Mario Vargas Llosa es un clásico de la literatura hispanoamericana y uno de los grandes novelistas a escala universal. Pero en materia política, las aguas se dividen de manera profunda y turbulenta. Ningún conservador o liberal consultado sobre la obra de García Márquez introduce su respuesta laudatoria aclarando que no coincide con las ideas políticas del autor de Cien Años de Soledad. Simplemente van, de manera directa, al reconocimiento de su inmenso talento o a la explicación de por qué no les gusta su forma de expresar el Realismo Mágico.
En cambio, demasiados izquierdistas se sienten obligados a anteponer a la respuesta propiamente dicha la aclaración de que no coinciden con la posición política de Vargas Llosa, y a renglón seguido la mayoría admite que es un escritor imponente.
La razón es que García Márquez rara vez se pronunciaba públicamente sobre su posición política. Se lo sabía de izquierda y admirador de Fidel Castro, pero no era común que hablara al respecto. En cambio el autor La Tía Julia y el Escribidor hacía de sus pronunciamientos políticos una constante. Y esos pronunciamientos hacían que muchos lo consideraran un derechista, otros un conservador y el resto un ultra-liberal.
Sin embargo, pocos deparaban en el rasgo más importante de su posición política. Mario Vargas Llosa fue, antes que nada, un archi-enemigo del autoritarismo. Tanto en su juventud izquierdista como en su madurez centrista y centroderechista, el blanco de su obra literaria fue el autoritarismo mientras que, en sus manifestaciones públicas, jamás elogió una dictadura porque haya aplicado economías de mercado.
Para el autor de Pantaleón y las Visitadoras, Pinochet era un dictador criminal, no un líder que transformó la economía abriéndola a las fuerzas del mercado.
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Su primer cuento, Los Jefes, muestra al joven Vargas Llosa relatando una experiencia real. Como cadete del Liceo Militar Leoncio Prado, encabezó una rebelión estudiantil que intento sin éxito hacer una huelga contra las autoridades militares en protesta por el autoritarismo y la injustica que cometían con los alumnos.
En su segundo cuento, Los Cachorros, comenzó su crítica profunda a la dictadura del general Odría, como el “ochenio” que deformó y aletargó la economía, la justicia, la política y la sociedad del Perú.
En su primera gran novela, La Ciudad y los Perros, también el blanco es esa dictadura nacionalista de derechas, obsesivamente anti-aprista y anti-comunista. Y la más profunda y reveladora mirada sobre ese régimen y sus consecuencias a largo plazo llegó con la que muchos consideran su obra máxima: “Conversación en la Catedral”, la novela en cuyos primeros párrafos aparece la pregunta que atraviesa buena parte de su obra: “cuándo se jodió el Perú”.
Hasta aquí, el blanco exclusivo de su cuestionamiento político era una dictadura derechista, pero fue la deriva izquierdoide del primer gobierno del APRA (la centroizquierdista Alianza Popular Revolucionaria Americana que fundó Haya de la Torre) que encabezó un joven Alan García y terminó en un estropicio, lo que convirtió a Vargas Llosa en candidato presidencial de la centroderecha encabezada por el partido de Fernando Belaunde Terry. Perdió contra el entonces desconocido que inauguró en los noventa del siglo pasado la era de los liderazgos antisistemas: Alberto Kenya Fujimori.
Pero también Fujimori fue un autócrata derechista. Y Vargas llosa lo combatió durante su largo y oscuro decenio en el poder.
Su literatura continuó creciendo y en ella volvió a aparecer la historia política de Latinoamérica. Dos grandes novelas de su etapa adulta y de su primera vejez, también denunciaron autoritarismos y tropelías perpetradas por dictadores derechistas. En La Fiesta del Chivo, el escritor peruano convierte en paradigma del tirano abyecto y despreciable al dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo; mientras que en Tiempos Recios, lo que denuncia Vargas Llosa es el criminal estropicio cometido por la compañía bananera norteamericana United Fruit al lograr que la CIA ayudara al oscuro coronel a derrocar al presidente socialdemócrata Jacobo Árbenz, iniciando en Guatemala la calamitosa y sangrienta deriva autoritaria de América Central y El Caribe.
Vargas Llosa siempre supo que sus opiniones políticas no le resultaban convenientes porque levantaban fuertes críticas y le hacían perder lectores. Pero era intelectualmente honesto y moralmente íntegro como para callarse.
También dividía agua en el conservadurismo mismo, porque estaba a favor del aborto, del matrimonio igualitario y de todo lo que implicara empatía y respeto hacia la diversidad sexual.
En su novela El Sueño del Celta, el villano es el colonialismo explotador de Leopoldo II en el Congo y el héroe es Roger Cassement, el diplomático británico homosexual y adherente al independentismo irlandés, que denunció al mundo ese infierno de cruel explotación que impuso por aquel rey de Bélgica en el corazón de África.
Admiraba a los paladines de la “Revolución Conservadora” que comenzó en los años 70 y 80 del siglo pasado, Margaret Thatcher y Ronald Reagan, pero nunca apoyó las dictaduras que esos líderes británica y norteamericano apoyaron, como las de Chile, Argentina y Brasil.
La lente más profunda del pensamiento político del genial autor premio Nobel de Literatura no es lo que manifestaba públicamente, adhiriendo a veces a conservadores recalcitrantes como Bolsonaro si sus contendientes eran populistas de izquierda. La lente más profunda sobre el Vargas Llosa político está en su obra literaria. Y ahí se ve claramente que el enemigo de su idea de libertad era, principalmente, el autoritarismo, aunque sea económicamente liberal y de derechas.