El rey griego Pirro de Epiro tuvo la humildad de reconocer lo gravoso de su triunfo sobre los centuriones romanos en la batalla de Ásculo. Perdió tantos guerreros helenos en el campo de batalla que, mirando ese paisaje dantesco, dijo su célebre reflexión: “con otra victoria como ésta estaré perdido”.
El presidente de Rusia debería decir lo mismo, pero no tiene la dignidad de aquel gran general de la antigua Grecia. Vladimir Putin sabe que su mayor es haber logrado que un aliado suyo se aposente nada menos que en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Trump mediante, Putin se está acercando a la victoria, pero no es por haber sabido ganar la guerra con lucidez estratégica y por haber dotado a Rusia un poderío militar arrollador. El logro del jefe del Kremlin está en vender como gran victoria lo que, en términos de costos económicos y militares, es para Rusia apenas una victoria pírrica.
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Hace tres años lanzó la invasión que apuntó a la totalidad de Ucrania, para poner al menos la mitad dentro del mapa de Rusia y el oeste ucraniano bajo un gobierno títere de Moscú. Una investigación del prestigioso The Economist demostró que, después de haber sido repelido el avance sobre Kiev y sobre el Occidente de Ucrania, en el 2022 controlaba la misma porción de Ucrania que controla tres años después, habiendo perdido carca de un millón de efectivos militares y una cantidad gigantesca de piezas de artillería, tanques y otros armamentos.
La única superioridad que Rusia demostró en los campos de batalla es numérica: con una población que triplica a la de Ucrania, Rusia ha estado enviando oleadas de soldados a morir. También abrió las cárceles para usar reos rusos como carne de cañón. Y tuvo que pedirle a Kim Jong Un que le envíe diez mil efectivos norcoreanos para que combatan contra los ucranianos en Kursk y en el Dombas.
También requirió ayuda económica de China y armamento de la República Islámica de Irán, sobre todo el envío masivo de drones de guerra.
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Es difícil entender como Trump puede ser tan dócil con un líder ruso aliado de Corea del Norte, de China y de la teocracia chiita persa. Quizá algún día, el magnate neoyorquino tenga que responder ante la historia cómo hizo para sentirse cómodo traicionando a Ucrania y a Europa para ayudar al bando donde se juntan los máximos enemigos de Estados Unidos.
Pero ese es otro tema. La cuestión central es que Putin alardea de un poder militar que sólo existe en sus arsenales nucleares. En lo que se refiere al ejército y las fuerzas naval y área, ganar sobre un país mucho más pequeño le está pasando una factura que los territorios conquistados no alcanzan para justificar.
Si los legisladores trumpistas no hubieran bloqueado en el Congreso desde hace un año la ayuda militar, reduciéndola sustancialmente, y si no hubiera regresado Trump a la Casa Blanca para cortarla definitivamente y apoderarse de las riquezas mineras del país invadido, mientras empuja a Zelenski a firmar la capitulación, la fatigada maquinaria militar rusa estaría no muy lejos de tener que recurrir a sus misiles nucleares, porque el ejército de tierra está muy lejos de la potencia arrolladora que se le asignaba.
En palabras del lucidísimo Thomas Friedman, “si esto fuera póquer, Putin tiene un par de dos y farolea apostando todo”.
Tres años de guerra ya muestran al líder ruso como un Pirro de Épiro, pero sin escrúpulos para admitir la magnitud de la tragedia y el desastre que ha provocado a Rusia y a Ucrania, para conseguir una porción de territorio que engorde el mapa ruso.
El verdadero poder de Putin está en los arsenales nucleares rusos y en el logro sin precedentes en la historia: haber puesto un servidor suyo en la Casa Blanca.